
Prohibición de las corridas de toros: el difícil argumento contra una medida equivocada, según abogado experto

Santiago García Jaramillo*
La Corte Constitucional en una votación unánime decidió cambiar su línea jurisprudencial vigente desde el año 2005 para darle la bendición a la prohibición de las corridas de toros.
En primer lugar, debo aclarar que el Congreso de la República sí tiene competencia para legislar sobre las corridas de toros, incluso para limitarlas o prohibirlas.
Sin embargo, en un Estado constitucional, y en especial frente a la jurisprudencia de la Corte Constitucional, dicha competencia no puede ejercerse de cualquier manera.
En primer lugar, la Constitución de Colombia no reconoce derechos a los animales, y el deber de protección animal es un deber innominado, construido por la jurisprudencia. Esto no le resta valor, pero pone de presente que es un asunto muy disputable.
No sabemos a ciencia cierta qué implica el tal deber de protección animal, y como es de esperar en una sociedad pluralista, habrá muchos desacuerdos sobre su sentido y alcance.
Por casi dos décadas, la Corte Constitucional consideró que las expresiones culturales arraigadas, los hábitos alimenticios, y la experimentación científica eran excepciones válidas a tal deber.
Con esta sentencia, y al extender la prohibición al coleo y las corralejas, la Corte elimina la primera excepción.
Esto es gravísimo, pues genera una llamada “pendiente resbaladiza”. ¿Hasta dónde llegará el deber de protección animal? ¿Deberá prohibirse también la equitación, las cabalgatas, las cargas de café y caña en mula? ¿Por qué no se prohíbe el consumo de langosta o cuy, que se hacen por placer, tradición o extravagancia sin ser necesarios para la subsistencia humana?
Último recurso
En segundo lugar, las prohibiciones deben ser el ultimo recurso en caso que existan otras medidas que permitan lograr un fin constitucional.
En este caso la Corte Constitucional consideró que la prohibición es la única medida para garantizar el deber de protección animal.
Este es un argumento bastante peligroso para las libertades ciudadanas.
Por un momento pensemos que todos tenemos alguna actividad que nos molesta: el vecino infiel, el personaje que mastica chicle en el transporte público, así como otras que no solo nos molestan, sino que nos hacen daño: el individuo que fuma cerca a nosotros. Todas estas actividades podrían enmarcarse en alguna cláusula constitucional que justifique su prohibición. Por ejemplo, en el caso del cigarrillo, el daño que se hace a quien lo consume, a los fumadores pasivos, así como el aumento del costo al sistema de salud, que perjudica a toda la sociedad.
Sin embargo, creemos que el respeto por la autonomía hace que tengamos que tolerar tal actividad. Algo similar sucede con las corridas de toros.
Si el deber de protección animal no es absoluto, pues aún podemos comer carne, tener mascotas en apartamentos, matar zancudos y cucarachas, experimentar con ratones de laboratorio, etc., se sigue que las expresiones culturales que involucren maltrato animal no están en el territorio de lo constitucionalmente prohibido, sino de lo constitucionalmente permisible.
De allí entonces que la Corte Constitucional ha debido encontrar medidas para desincentivar dichas expresiones culturales, como aumentar los impuestos, prohibir el financiamiento publico, restringir el ingreso de menores de cierta edad, etc.
Eran muchas las medidas alternativas que suponían menores limitaciones a los derechos al trabajo, a la libertad de expresión, a la diversidad cultural, al libre desarrollo de la personalidad, y a la propiedad privada.
De la prohibición al delito
En este mismo contexto, opinadores progresistas que celebran la prohibición han pasado por alto que declarar constitucional la prohibición de las corridas de toros, tientas, las peleas de gallos, las corralejas y el coleo implica ni más ni menos que llevar estas conductas al campo del derecho penal. Es decir, las convierte en un delito, la herramienta que debe ser la última ratio en un Estado Democrático.
Desde el realismo, me temo que solo las corridas sufrirán la rigurosidad de la prohibición, precisamente porque siempre se han desarrollado con total apego a la ley.
Difícil pensar que actividades que incorporan apuestas ilegales como los gallos, o que se hacen en lugares donde difícilmente hay presencia del Estado, como es el caso de las corralejas y coleo, sufrirán la rigurosidad impuesta desde un escritorio en la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Analicemos ahora el tema democrático. Alguien dirá que la decisión de prohibir las corridas de toros fue del Congreso y por lo tanto tiene la validez y la legitimidad de venir de un órgano representativo. Esto es parcialmente cierto.
En primer lugar, esta Ley de la República afecta de manera desproporcionada ciertos grupos sociales y ciudades que no tienen la posibilidad de ser mayoría en el Congreso.
A Manizales, por ejemplo, le mutilan parte de su identidad cultural, de sus ingresos económicos, del ethos ciudadano que hacía que fuera la única plaza de Colombia que se llenara, casi la mitad con jóvenes, y con miembros de todos los estratos sociales.
Que senadores de Bogotá, donde las corridas tienen mayor rechazo, o de Pasto, del Chocó, del Valle, del Llano, donde no existe este arraigo, ni esta tradición, pone a dudar del verdadero carácter democrático de la decisión.
Por otra parte, en Manizales, el concejal Hemayr Yepes, quien hizo de las corridas de toros su bandera, fue derrotado estrepitosamente en las pasadas elecciones.
A la mayoría de manizaleños o les gustaba la tauromaquia o simplemente les era indiferente, lo cual demuestra que no era una prioridad democrática para los ciudadanos su prohibición.
Ante estas debilidades democráticas, la Corte Constitucional dejó pasar la oportunidad de modular la prohibición para que esta no afectara de manera desproporcionada e injusta a Manizales.
En su lugar, optó por disfrazar de moralismo su desprecio por las regiones, lo cual resulta sorprendente de una Corte que defiende la autonomía territorial, el pluralismo cultural, y que incluso tiene miembros de diferentes regiones del país.
Cálculo utilitario
Termino con una observación desde la filosofía política. En primer lugar, esta decisión no responde a una visión deontológica de los derechos de los animales; de haberlo sido, se debieron prohibir, en adición a las expresiones culturales, prácticas mucho más crueles como la ganadería masiva, o el transporte en condiciones precarias a las centrales de sacrificio.
Esta prohibición responde a un cálculo utilitario, en el que la Corte elige a su gusto lo que considera “más cruel” y lo borra de tajo.
El utilitarismo tiene dos grandes problemas que aquí se ven claramente: el paternalismo, pues la Corte pasa a decirnos qué es cultura, qué es moralmente aceptable y qué no. Y la imposición: quien hace el cálculo utilitario siempre reclama una superioridad moral. Por más inteligentes y dignos que sean los magistrados, no creo que sean Filósofos Reyes.
Finalmente, que la decisión de prohibir sea secundada por la Corte Constitucional, y enmarcada en un deber de protección animal hace que la ley del Congreso sea aun más antidemocrática. Las decisiones constitucionales no pueden cambiarse por la vía de la ley.
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