
La mamá que me tocó
“¿Qué hiciste ahora? ¡Me tienes mamada! ¡Te voy a pegar! ¡Te voy a sacar sangre! ¡Más me valiera no haber nacido! ¡Prefiero morirme antes que aguantarte!”.
Eso gritaba una madre en plena escuela, al ser citada por el mal comportamiento de su hijo.
Ante la intervención de la profe, que intentó calmarla y proteger al niño, la mujer respondió sin titubeos: “No, seño, es mi hijo, y yo hago con él lo que se me dé la gana. Si le pego o lo mato es problema mío”.
Esta escena, que algunos creerían inusual, se repite con frecuencia, y no solo en la escuela.
La ciudad entera está pasando por uno de sus momentos más crueles de dolor y tristeza, porque el pasado 26 de julio una joven madre asesinó a su pequeña hija de tan solo 3 años, una hermosa criatura que no alcanzó a conocer las maravillas de la vida, pero conoció en carne propia el rostro de la maldad y la violencia.
¿En qué momento se convirtió el hogar en el sitio más peligroso para nuestros niños? ¿En qué momento los padres -que han sido refugio, ternura y protección para sus hijos- se transformaron en sus principales verdugos?
Ambos acontecimientos, el vivido en la escuela y el crimen desgarrador del sábado, comparten el mismo hilo de horror. El primero, por ser solo verbal, no es menos grave, porque las palabras de una madre poseída por el odio pueden ser cuchillos que hieren el alma y abren heridas que sangran toda la vida. El segundo arrebata la existencia por completo.
No son hechos aislados de violencia infantil. Son síntomas recurrentes de un mal que carcome a las familias y se refleja en la cotidianidad de la escuela. Por eso, hago un llamado urgente a profesores y directivos: no podemos guardar silencio ni acostumbrarnos.
No podemos cohonestar con quienes trasgreden los derechos de los niños. No puede ser que además de arrastrar la desgracia vivida en sus familias, los niños lleguen a la escuela y tampoco encuentren dolientes de sus angustias. Si a los niños les tocó unos padres que no han sabido cuidarlos, al menos que la escuela y los maestros les ofrezcan abrigo, respeto y defensa. A falta de padres, seamos nosotros los guardianes de su dignidad.
Reflexionando sobre estos desgraciados sucesos, me vino a la memoria un recuerdo cálido: la mamá que me tocó. Su nombre le marcó el destino y no pudo ser más justo. Se llamaba Aurora, como ese primer resplandor luminoso que anuncia la salida del sol. Mujer sin estudios formales, pero con el alma repleta de títulos invisibles. Abrazó su pobreza con dignidad y la convirtió en un rito de amor. Callada y sabia, su silencio era una sinfonía de entrega. Madre, tú fuiste -y seguirás siendo- la más bella aurora de mi vida. Todo lo que soy, te lo debo a ti. Te amaré siempre.
Y pienso también en la madre que les tocó a mis hijos. Ella sí tuvo estudios, pero los dejó colgados en la pared de sus triunfos y se dedicó a escribir su propio libro: “la alegría de ser mamá”. Renunció a su carrera profesional y se matriculó en la universidad de la vida, donde cursó con excelencia la carrera como madre. Hoy, sus hijos -Ya adultos, independientes y realizados profesionalmente- la han graduado con honores y la siguen buscando con el mismo afán de siempre. Porque ella también ha sido su aurora.
En un mundo donde la infancia sufre, es urgente volver a valorar el inmenso poder del amor materno bien entendido: el que no hiere, el que no grita, el que no abandona. Creo que mis hijos y yo podemos dar gracias a la vida y a Dios por la mamá que nos tocó.